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El Mirador
A Santi aquella situación empezaba a pesarle tanto que cada día tenía que
doblar el esfuerzo para continuar una actividad como si de verdad fuese la meta
de su existencia.
Aquella mañana también se levantó temprano, pero ya al abrir la ventana
entró una bocanada de calor más propia del verano que de la estación en la que
estaban.
Se puso los vaqueros de siempre,
la camiseta de cuello redondo, las zapatillas deportivas y, como un autómata,
cogió la mochila, introdujo en ella algo que echar al estómago y algunos
objetos más. Buscó su utilitario y salió de la ciudad sin prestar atención al
recorrido. El traqueteo del coche, causado a lo accidentado del terreno, lo sacó de su ensimismamiento. Atravesaba un
espacio seco, árido, de escasa vegetación.
-Este coche cada vez me
lleva a sitios más disparatados, se dijo. Y volvió a su estado de conformidad.
No pasarían más de siete minutos, cuando se sorprendió ante una alta y larga
verja de hierro forjado cuya espléndida puerta le invitaba a entrar.
A pesar de ser un espacio
abierto, sintió un baño de frescor reconfortante, sus sentidos se activaron.
Como si de un invitado de los dioses se tratara, una pequeña avenida flanqueada
por buganvillas moradas, le daban la bienvenida. A su izquierda un estanque de
formas caprichosas cubierto con un edredón de nenúfares, lirios de agua, orejas
de elefante y papiros, se ofrecían a acunarlo. Siguió avanzando, el cielo se adivinaba
a través de una bóveda entrecruzada, formada por generosos plátanos de sombra.
El lugar lo tenía poseído. Una cascada de agua vertida por una ninfa cuyo fruto
inmediato era la Costilla de Adán, le
invitaba al descanso. Palmeras centenarias oteaban el terreno. Un bosque de bambúes negros tenía aspecto de muralla
impenetrable. Las milenarias araucarias se prestaban a trasmitidle el secreto
de su longevidad. Los cedros congregados le ofrecieron sus esencias. Los
pinsapos, haciendo gala de sus purpúreos y atrayentes atributos masculinos, se
mostraron-quién sabe a santo de qué, especialmente solícitos. Las Cicas
exhibían sus cicatrices como trofeos ganados a las adversidades. Los magnolios
aportaron cada uno su flor específica para elaborar el ramo más exclusivo.
Empezó a experimentar un
estado de frenesí. Buscando la racionalidad se dirigió a lo que, creyó era, un
palacete, pero una vez más quedó en la mudez al contemplar aquel recinto cuyas
paredes y bóveda estaban formadas por innumerables racimos de glicinias
soportadas por el propio deseo de agradar. Por miedo a profanarlo lo contempló
desde la entrada.
Quería saber dónde estaba, y, para ello se dirigió a un ser solitario,
tenía aspecto de sabio; en su peana estaba escrito “Especie más importante de
las oleáceas, tiene más de cuatrocientos años”. Siguió su consejo y se dirigió
hacia El mirador; allí estaba, una cúpula esmeralda y marfil sustentada por
ocho esbeltas columnas y flanqueada por hieráticos cipreses vigilantes de su
majestuosidad. Había llegado a la meta. Metió la mano en la mochila y sacó la
cámara de fotos. Al levantar la mirada vio cómo una columna tomó forma de mujer
y, cámara en mano, fue hacia él, al
unísono se oyó “¿me haces una foto”?.