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El armario
Mi hermano y yo estábamos en la
edad de la niñez cuando nuestros padres decidieron irse a vivir al continente
africano. Poco tiempo había pasado de nuestra llegada y ya, los dos, él con sus
botas, su gorra y su traje de explorador por dentro y por fuera, y yo con la
convicción de que no necesitaba de atuendo específico para ser la jefa de la
expedición, teníamos pateado y memorizado el territorio que rodeaba nuestra
vivienda hasta donde la vista nos alcanzaba.
Era tal el ritmo que le imprimíamos a
vivir nuestras aventuras, y tan escasos los contratiempos que nos asaltaban,
que estábamos convencidos de estar preparados para experimentar emociones mucho
más fuertes.
Aquel día nos alejamos de casa mucho más
de lo acostumbrado y al darnos cuenta decidimos volver de inmediato. Aquel
camino de regreso era desconocido para nosotros y, oteando el terreno,
descubrimos a lo lejos una silueta en
medio de un llano que se asemejaba a un armario. Mi hermano y yo nos miramos y
sin cruzar palabra, llegamos a la conclusión de haber descubierto un animal no catalogado.
Nos encaminamos hacia él mientras nuestros
nombres sobresalían en los libros de Historia Natural con letras bien grandes.
Saboreando nuestro hallazgo nos encontramos
ante él casi por sorpresa, a la que hubo que añadir una más: efectivamente era
un armario ropero.
Casi con un movimiento reflejo Miguel
entró en el armario, yo quise evitarlo sin saber tampoco la razón que me
empujaba a ello.
No sé cuánto tiempo pasó, pero me quedé
dormida en la espera. Cuando desperté era completamente de noche y estaba en
brazos de mi padre. Quise contarle lo
sucedido, pero con una voz cálida me dijo: shiii, no te preocupes, has tenido
una pesadilla.